viernes, 8 de octubre de 2010

VUELVO

Donde solía. Dicen que no debí irme. No me pude quedar, salí y fui. Hacía miedo y llovía silencio, solo los cobardes estaban a recaudo. Hubo que moverse, huir, explorar, jugársela. Se dejó de lloriquear (con licencia), habían declarado la guerra. Quedarse quizás hubiera sido peor, lo peor. Y vuelvo donde solía, a la página limpia, al rincón de la página, a las lenguas de no sé quien, de todos, nuestras.
Da pereza pintar los trazos del itinerario partida a  retorno. Pintarlos de odisea es pretencioso ¿no? Pintarlos de un solo color, falso, tanto como hacerlo a un solo dolor ¿busco iconos para ese mapa? ¿En que punto te verías, lector, lectora?
La soledad se contaría con un trazo largo, muy largo, rectilíneo. El sufrimiento otro trazo, tortuoso y nunca acabado, los ausentes rango de señal preferente. ¿Por qué carajo os fueron? Y así, sí, así. Alegría, poca, intensa; afecto, poco; incomprensión, a raudales; el rencor, siempre atado y bajo llave. Restó leer, leer representado desbordando itinerarios y mapas, como mínimo un mapamundi gigantesco, más grande que tus ganas.
Hoy, vísperas de la libertad, de vuelta aquí, temo cruzar la raya, pisar el vacío, pulular sin caparazón protector. Dudo en despeñarme en el abismo de lo libre, de lo libérrimo. Dudo en quedarme, como el recluso del campo de concentración, encargado de la biblioteca. ¡Échale! ¡Que no quería irse el tío…! ¡Debemos tanto a las bibliotecas! nosotros, los reclusos, y vosotros, presuntos libres.
Vuelta y sede en Plaza Gipuzkoa, bajo el cupón de las toallas. Bien hallados.