Hace ya mucho que madre calla o dice únicamente incoherencias. No vocaliza,
no se le entiende. Solo responde sí, no y bien, en sonidos con acento agudo y
prolongado, en cualquiera de las dos lenguas que le preguntes. Delante de la
televisión da la impresión de que la mira y fija la atención. Se inquieta y, entre
dientes, farfulla temores ante planos oscuros y peleas de telefilm. Incluso
parece que se incomoda cuando el discurso de los sálvames y demás sube el tono,
de por sí alto, por encima de lo habitual. Mira que madre ha tenido carácter,
mira que sabía defenderse y no arredrarse en la discusión, y, mira, como se nos
asusta con nada. La vida remata mal, te transforma y te hace sobrevivir sin
ninguna conciencia de la extinción.
Lo que nos reíamos cuando
madre cantaba, lo hacía tan mal. Sigue haciéndolo mal pero la encontramos
coherente. Si se le canta Asturias,
patria querida o Txin txin, diruaren
hotsa nos sigue sin retardos y no emite ningún quejido. A madre le gusta y
nos sigue el Gernikako Arbola. Si no
estuviera viviendo esa larga muerte recordaría a la hermana que vivió el
bombardeo y, por analogía, otros bombardeos. Incluso se inventaría alguno. Nos
desparramaría su horror a la guerra, su torpe y mal contado horror a aquella
guerra.
Madre no engaña, sigue
siendo madre porque se sobresalta si oye República o se critica a los curas.
Madre sabe que no estamos de acuerdo. Se asusta porque nos cree, porque nos
cree mucho más que a otros. Nunca, como otros vergonzantes muchos que tampoco,
aprendió a distinguir entre gobiernos legítimos e ilegítimos. ¡Dolor!