De quien inicia una conversación, o irrumpe en ella,
afirmando de sí mismo que no es racista, cabe esperar que siga diciendo que
todo tiene un límite y que, en el penúltimo trago, acabe despotricando contra
toda política social porque todo lo acapara esa gente que pudiendo vivir
saciándose la sed con un vaso de agua se quiere permitir el lujo de una
pastilla de Avecrem pagada a escote por todos. Es aconsejable guardar
distancia.
No es diferente el de quien proclama que no tiene nada en
contra de las mujeres, salvo de la propia, mientras suelta chistes lerdos y
tópicos soeces y acaba diciendo que en su sociedad la primera mujer en lista de
espera con todos los requisitos para ser socia es la doscientos, y porque tiene
la ventaja del derecho sucesorio, o que él, tan liberalote, está dispuesto a
pagarles la cuota para que se apunten en otra sociedad. Aconsejo mucha
distancia.
Ocurre con la palabra víctima. Hay quien la escucha y desata
la euforia adueñándose de los sentimientos, la razón y la historia y, hay,
quien de solo oírla empieza a decir que no está en contra pero que a lo mejor
es que ya vale. La mayoría de estos últimos también decía eso, o ni eso, cuando
las víctimas no gozaban del reconocimiento social que hoy se pretende que
tengan. Se ponen nerviosos porque identifican la condición de víctima solo con
aquellas personas que se quejan en exceso buscando la compasión, y otras cosas,
de la sociedad y son incapaces de distinguir a esta de quien ha sufrido daño
verdadero, y de reconocer que existe una obligación con ellas, tan incómodas.