San Sebastián, mucha bandera y poco
pan. No sé quien lo dijo o escribió por primera vez. Juraría que yo se la leí a
Serafín Baroja, se la entendía con alegría. Siempre hubo gentes abundantes
dadas al despendole y a la alegría en nuestra ciudad, todas ellas llevarían por
dentro los apetitos y las procesiones, las ganas al chunchún. Pensamos que casi
de siempre nuestra ciudad se dedicó a exhibirse al forastero y le gustó en
desmedida el ser mirada. Es de agradecer que nunca perdieran la alegría
necesaria para sobrevivir entre las inevitables penurias. El lema no dejaba de
ser cariñoso.
Con posterioridad un representante de
jubilados, socarrón y de voz quebrada, que no faltaba a ningún foro público de
participación ciudadana que se dedicara a pensar sobre la ciudad, solía soltar
el San Sebastián, mucha bandera y poco pan como prolegómeno de sus discursos
incluso antes de los saludos rituales. Nunca me pareció que no lo hiciera desde
el cariño.
En boca de otras personas me resultaba
ofensiva la frase. Hay mucha gente que piensa en Donostia como la ciudad del
quiero y no puedo, la ciudad de las apariencias, la del envoltorio de lo vacuo,
casquivana
y frívola. No aguantan la belleza y la compostura, fingen que no fingen, no
aguantan que algo sea bello por mérito propio y no por efecto sobrenatural. Van
por ahí plantando banderas, sembrando sentimientos y resentimientos, sin ningún
ánimo de cosechar ni pan ni razones. Puesto a maldades, de las variantes de la
frase elijo la peor y más ajustada. Que así no sea, San Sebastián cuantas más
banderas menos pan.