Se ha producido una dimisión en el país
del aquí no dimite nadie. Pienso que, efectivamente, aquí se dimite menos de lo
deseable, pero algo más de lo que refleja esa palurda y latosa afirmación de
quienes poco conocen de lo que ocurre fuera de su pueblo que no sean los
sanfermines o los ocho días de las semanas grandes. Juraría que por ahí, por
Europa, digo, antes de que el alto cargo dimita por marcharse de la barra sin
pagar las banderillas, intentan cargarse primero al camarero delator y luego,
no pudiendo con este, dimiten ¡pues no son íntegros los camareros por ahí!
Las dimisiones son públicas penitencias
que alguna gente paga por su fracaso. Se celebran con clamor popular, como el clamor
que acompaña al preso a la picota o a la liberación de Barrabás. Algunas se
aplauden como, un gesto heroico, el único gesto heroico del dimisionario, el
gesto. Ese gesto suele ser de consecuencias ingratas pues sólo le aplaude el enemigo, aquel que nunca
esperó ni deseó nada bueno de él. Y siempre que el dimisionario es inteligente,
va acompañado del correspondiente discurso ético que, algún valor hay que tener,
no siempre debe de ser creído, que hay mucho pícaro brillante.
Y el dimisionario, como en un momento
post coitum, empezará a encontrarse consigo mismo, a sentirse poco a poco
reconfortado y viviendo con la sensación de que es cada día menos infeliz y no
tan siervo, como esa multitud que dimite por ahí, y elegantemente, renunciará a
hacer la estadística de toda la gente amargada que pulula por lo largo y ancho
de todos los mapas. Porque lo sé.