Puede ser todo lo primavera que uno quiera, pero hay
temporadas, cada vez más y más largas, en las que el resumen de nuestra vida se
reduce a un largo cúmulo de decepciones encadenadas. Europa, en representación
de Occidente, es una de mis mayores decepciones. Entre otras razones por una
muy simple: en cuanto se tiene que enfrentar a un problema suele desaparecer,
evaporarse. Lo diré más claro. Basta que alguna persona africana, que ingiera
una menor cantidad de cualquier nutriente básico que la diariamente recomendada
por organismos internacionales, evidencie ante ella, con hechos o palabras, sus
ganas de vivir, es decir su ganas de seguir vivo, Europa se suele desintegrar y
deja de ser. En su lugar es Lampedusa, es España, es Italia, es Melilla… en
cualquier caso un templo de mercaderes con una pila incontable de cadáveres
amontonados y esparcidos en su patio trasero, cadáveres cuya única aspiración
fue la de acompañar a morir o morir acompañado, morir un poco más tarde en cama
muelle y algo más blanca, morir despidiéndose, ocupando una tierra que no los
repela.
Embarcaron niños, murieron bestias; embarcaron mujeres,
murieron como fauna; embarcaron hombres, murieron sin llegar a ser personas. Surcaron
en la misma ruta que siglos antes lo hicieran nuestras ciencias, nuestras
economías, nuestras religiones, nuestras manifestaciones culturales. Volverán
las tornas y cuando preguntemos a qué hora y qué día sale nuestra chipironera
nos lo responderán. Nunca nos responderán, en cambio, el rumbo que surcará.
Iremos de polizones, rezo para que esa justicia no caiga sobre nuestros
descendientes.