Una misma noticia diez veces leída es capaz de
producir la sensación de que también ha ocurrido diez veces. Engañoso, pero no
deja de ser noticia. Una donación de una artista donostiarra al Museo de Bellas
Artes de Bilbao, una y otra vez contada, es interpretada como si Bilbao fuese
la sede vasca en exclusiva del patrimonio universal y como si, además, ese
patrimonio, guipuzcoano en gran medida, fuera hurtado a la ciudadanía
guipuzcoana. Menos drama, menos trascendencia y menos divismo sería lo
aconsejable en un mundo cultural que merezca crédito.
Por colección, por historia, por
prestigio, eco mediático y buen hacer no hay duda de que el museo bilbaíno, -nadie
nos ha enseñado a llamarlo vasco a pesar de que lo paguemos- es nuestra
referencia pictórica, con lo que es muy comprensible que nuestros artistas se
dejen atraer y fascinar por él a la hora de donar o de depositar su obra. Ocurre
que al hacerlo hay quien parece hacerlo con mala conciencia, que no tendría por
qué tenerla, y empieza a soltar, lisa y llanamente, la mierda del ventilador
sobre el Museo San Telmo e instituciones guipuzcoanas.
Hace tiempo que las infraestructuras de
patrimonio plástico que hay en Gipuzkoa superaron su historial de descrédito e insensibilidad,
que aún perdura en gente que prefiere no tener conciencia de la realidad y cultivar
lo suyo en exclusiva. Quizás falte pulir, perfeccionar y materializar una
interlocución más sensible y cualificada. Quizás sobren actitudes encubridoras
de ese divismo que necesita renegar y distanciarse de lo suyo para reafirmarse
como artista. Seguro que faltan la crítica razonable y la conciencia de lo
público. Suyo.