No es malo que las instituciones reconozcan méritos
personales de la ciudadanía y los distingan con la mayor relevancia posible. Debieran
hacer uso de la facultad siempre que esté de su mano esforzándose en no ser ni
sectarios ni partidistas en el cometido. Estamos en temporada, como las prendas
en saldo, como los planes de pensiones en bancos y cajas, como el buenismo
navideño en colectivos sociales y marcas comerciales que se precien de
sensibilidad a problemáticas apreciables en dosis de blandenguería excesivas, o
así.
Las personas con civismo debieran aceptar sin
remilgos la distinción y reconocimiento contribuyendo así a la deseable
armónica relación entre gobernantes y gobernados. Eso sí, reconociendo que los
actos requieren un mínimo de fasto y pomposidad y condicionando de buen grado
la pública aceptación, a no verse obligados a hacer el mono en exhibiciones
impúdicas, y a que las instituciones no actúen como barraca de feria lanzando
alaridos lo mismo para entregar un televisor con UHF que una longaniza que lo
único que tiene de cerdo es la mano de obra.
Está en ello, entre otros, el ayuntamiento
donostiarra ¿No se debería evitar ese baile de candidatos al reconocimiento de
mérito ciudadano y al Tambor de oro? ¿Se le ocurre a alguien pensar que ninguno
de ellos ha solicitado la distinción, ni ha aceptado expresamente ser tratado
de forma tan tombolesca, ni participar en competencia tan sin sentido? ¿Ha
pensado alguien que las favorecidas son las instituciones que conceden el reconocimiento
más que los ciudadanos que lo reciben? Fomentar el caos de propuestas populares
y su publicidad contribuye al descrédito de los objetivos y de los sistemas democráticos,
aunque sea yo mismo quien gobierne