Los bueyes llegaban al pie de las escaleras del
pórtico. Allí descargábamos la leña para la estufa de la escuela de aula única,
niños mañana, tarde las niñas. Se usaba para calentarnos, un decir, nos
calentaban más a palos, y ocasionalmente el maestro sordo también calentaba la
pila agotada de su audífono. La leña corría hasta la leñera, de brazo en brazo,
en la larga cadena que formábamos los escolares, futuros genios de Urrestilla,
todos sin excepción.
El maestro castigó sin recreo a los chavales de una
vertiente de caseríos y alguno más, hoy todos gente de provecho. Ni eran mala
gente, ni amigos de la escuela, ni hablaban castellano, ni hacían cosas que al
resto nos parecieran raras. Eso sí, a la vuelta del recreo nos encontramos que
se habían meado a la estufa, memorable fechoría. Sí que me asustaba su fuerza
en tiempos en que a los más pequeños nos zurraban los más mayores sin temor a que
los adultos les pidieran cuentas. Uno de aquellos, ni sádico, ni violento, pero
mayor que yo, cruzó la calle con sus abarcas y burro, aprovechando la impune
soledad me insultó: ¡ojos cuatro! Yo era el único gafoso de siete años en el pueblo.
Leo Rondó para Beverly, escrito por John Berger a
su esposa fallecida y escucho el rondó de Beethoven que lo inspiró. Berger
recuerda el banco en el que se sentaba con ella. El ayuntamiento lo había
plantado en la parada de autobús para los niños de un caserío. Ellos, adultos,
se sentían raros porque los pies no les llegaban al suelo.
La probabilidad de que estos últimos días de
vacaciones nuestros gobernantes no hayan dado la orden de calentar con
antelación las escuelas me aterra. Pensar que puedan sentir frío hace que mis
pies no lleguen al suelo.
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