Al salir de mañanera me
han sorprendido las rosas, enormes y vigorosas, del pequeño parterre público.
Dejo de mirarlas para no romperlas. Bordeo el río, cuatro kilómetros, como despidiéndome
de él hasta el otoño. No lo volveré a ver. La desbordante vegetación, alisos,
fresnos, zarza y maleza, maleza y zarza, lo cubren de sombra e impiden mi vista
y acceso. Fluye el agua, pero imposible acceder ni a mojarnos la punta de los
dedos. Nuestras políticas medioambientales parecen exigir que determinados
habitantes, por mor de la preservación incontrolada, vuelvan al taparrabos. Las
explotaciones forestales inundan de mierda los márgenes verdes; en las urbes
recortan, acicalan y manipulan lo verde a voluntad.
Vuelvo a casa intentando saciar la curiosidad que
la fuerza de la naturaleza provoca a la nieta mayor. Alguien se ha llevado las
rosas del parterre, no ha dejado ninguna. La nieta menor me pide una madalena,
la de Proust supongo. Se ha comido el papel y ha tirado la madalena. A cada
cambio de paquete la mayor me pregunta a ver si la pequeña ha ya cagado el
papel. Vuelvo a oler cómo brota la naturaleza. Los caseríos del margen del río,
los conocí con más de trescientas personas, apenas acogen, hoy, a veinte. No
hay ganado en ellos. Dicen que la ganadería, hoy, provoca más gases de efecto
invernadero que todos los coches, aviones y trenes juntos.
Tiro el libro de Berger que estaba leyendo, ¡anda
ya! Con la última de Trueba me siento en un banco de Alderdi
Eder. Desde cierta distancia es preciosa la barandilla de la Concha. Pero
empiezo a imaginar que la gente que empieza a acudir a ella, cada vez más en
masa, la cubre, como las zarzas el río, hasta que desaparece de mi vista. Y…