Ni
aquellos facultativos con inclinaciones al alcohol o la morfina contribuían a
menoscabar la imagen que la infancia y la literatura me habían hecho conformar
de los médicos. Gente filantrópica, personas que, fuera de su ejercicio,
dedicaban su ocio a pensar sobre problemas del género humano. Puede que
filántropos de rebotica, trastienda o casino, que lo serían, sí, pero gente con
las que podías compartir inquietudes, intercambiar impresiones. No negaré que
hubo quienes borraban todo vestigio filantrópico con sus modos cuarteleros en
el sistema público, hasta el punto que hubo enfermos que no sabrían
especificarnos si estuvieron presentes ante el Tribunal de Orden o Público o en
la Residencia Sanitaria.
Llegó
otra generación que se me hacía menos amable, menos de fiar. Los llegué a ver
como gente sin inquietudes, si rebotica, trastienda, ni casino, a lo sumo con
sociedad gastronómica. En mi distorsión los vi como profesionales modernos y
eficientes, anémicos intelectuales carentes de inquietudes humanas, gente que
dedicaba su tiempo libre al esquí y su ritual. Nunca llegué a despreciarles del
todo porque la salud, amigo, no puede depender exclusivamente de los
prejuicios. Hoy, ya mayor, la necesidad me vuelve comprensivo y guardo
complicidades con ellos.
Pero
siempre puede uno topar con un congreso que lo supera todo, el de la pasada
semana en nuestra ciudad. De avances habrán hablado, de salud también, y
de más cosas. Pero en mi memoria queda
esa exhibición ostentosa de su capacidad de gasto, ese aplauso mediático
papanatas que les hemos dispensado por ello y la oportunista opinión del
presidente de su comité científico objetando ante los derechos al aborto y a la
eutanasia. Impresionante.