Etiquetaban muy mal los yogures, era
una letra ilegible. Las etiquetas de las conservas eran imposibles. Luego
fueron los prospectos médicos, la guía telefónica… fui al oculista y me sorprendió
con una presbicia obligada a perdurar con mi hipermetropía de siempre. Tomé
conciencia de mis percepciones equivocadas. Era yo el que erraba.
Un error más de los muchos irreparables
de mi vida en una lista cuya única posible reparación es la vergüenza de
recordarlos. La compenso con otra de actos y obras bien hechas, una relación de
cuyas virtudes, aún sin ostentación, siento orgullo ¡Qué narices, a lo hecho
pecho!
Pero el mundo va a un ritmo de difícil
sincronización con los pusilánimes y se me resquebrajan los cimientos de mis
obras bien realizadas. En lugar de orgullo empiezo a sentir dudas y en lugar de
la certeza de lo bueno me asalta la sensación contraria. ¿Resultará que también
obré mal en aquello que creí bien hecho?
En cursos, seminarios, y encuentros veo
brillar a jóvenes competentes. Comparto con ellos la voluntad de querer hacer
las cosas bien y la conciencia de la reflexión necesaria, pero siento un
honrado desacuerdo que me cuesta disimular, algo similar a lo de la vista
cansada. Intentando ser benévolo en las consideraciones, lo menos agresivo que
se me ocurre es pensar que ya soy un ser que pulula fuera de sus tiempos.
Será la jubilación, ¡que viene que
viene!, y que debe de ser un cruce entre el irremediable pasado y una
angustiosa premura de tiempo que nunca alcanzará a corregir todos los errores.
No es extraño que los jubilados vivan ocupados y tengan poco tiempo. Tanta vida
desborda las prisas.