Que para qué tengo que decir nada si
nadie me va a hacer caso. Suele ser un golpe directo a mi hígado. No se cura el
golpe ni haciéndole saber que cuando anuncia pescado para la cena nos evaporamos
todos, porque nos suena a ingesta nutriente obligatoria y no a sabrosa cena en
cálido ambiente familiar. Soy incorregible y siempre tengo algo que decir,
siempre, y ese no callar puede producir vergüenza y sonrojar a los seres
queridos. Y sigo con la columna, que no se diga.
He desparramado cientos de columnas por
esta sección. Me asaltan un sinfín de preguntas ¿Por qué? ¿Para qué? ¿quién me
he creído? ¿Para quién? Para nadie, quizás. Pero me sigue costando callar
algunas cosas que pienso ¿o es exhibicionismo? ¿egolatría? No lo sé. Dudo. Dudo
y pienso que si en lugar de cientos de razones, las mías, no habrán sido más
que una única razón cientos de veces repetida. Probablemente sea esto último,
pero uno no está libre de ser sometido por sus quereres, por sus temores, por
sus aspiraciones. O sea, que ya me conocen.
En cualquier caso, como prueba de que
gente buena hay en todos lados, no puedo pasar por alto el respeto y las
expresiones cariñosas de los lectores. Nunca les agradeceré lo suficiente que
no se hayan sentido castigados ni ofendidos por mis palabras, y que hayan hecho
ímprobos esfuerzos por comprenderme. Todos merecemos comprensión.
Hoy, último viernes del año, es esta mi
última columna. Este mismo día de hace un año nos dejó Berrio por el New York
Times. Hoy lo hago yo, que, sin superar el ámbito de la lengua castellana,
barajo alternativas que, una vez dilucidada la cláusula del euskera, andarán
entre Orígenes y Lunes de Revolución. Es lo mío. ¡Viva la gente buena! Es
mucha.