Tenía
chanza la noticia. Una persona acudió a un programa determinado de
televisión, elija uno, cualquiera vale, y no lloró. Un escándalo,
ninguna lágrima. El hecho llamó la atención de profanos,
especialistas y público en general. No nos sorprende.
Los
que fuimos educados para contener el llanto y no importunar a la
gente tenemos una escalera de valores absolutamente prejuiciosa. No
debíamos llorar, llorábamos en sueños o a escondidas, jamás en
público, salvo que se fuera niño, acusado de nene, mujer proclive a
la histeria o persona atacada de senilidad. Por no llorar, no se
podía llorar ni de alegría. Desde Boabdil, o mucho antes, nos tocó
vivir la Edad de las Emociones Contenidas. Cosa de moros, llorar
siempre fue una excepción
No
sé fijar con exactitud la época, muy reciente, en la que la
historia cambió su rumbo y llorar en público se convirtió en
norma. ¿Qué futbolista no estalla en lágrimas por abandonar su
equipo por otro que le paga el doble? ¿qué homenajeado se puede
permitir el lujo de no llorar al recibir un reconocimiento?
¿Creeríamos a la víctima que nos relata sus episodios de malos
tratos o de abusos y agresiones sexuales si no llorara?
La
credibilidad exige llorar en punto y hora, como el horario de la
ventanilla. Hay que llorar en el minuto de cámara, lo que haga antes
o después nos trae sin cuidado. Y si usted duda de esa llorosa
verdad, si piensa que determinada gente cuando llora pone un anuncio
en lugar de presentar denuncia, tiéntese la ropa porque puede ser que
sea un negacionista de la violencia sexual. ¿Tras una llantina, a
ver qué razones tiene para no aceptar que el primo del cuñado de la
mujer de la personalidad no fuera un pervertido? ¿Eh?