Móises, no Moisés, era exageradamente
formal. Se fue a trabajar a Eibar y fundó familia. Vestía limpio, y también de
domingo, no era tabernero y era asiduo a todos los oficios religiosos. Había
otros hombres de ese estilo, a uno lo llamaban talán, como el tañido de las campanas, pues en cuanto oía una
arrancaba hacia la iglesia para acudir a la función que anunciaba, fuera misa,
rosario o triduo.
Móises, otra vez en el pueblo, cuidó de
los últimos años de su madre. Su perfil humano no era el de mayor prestigio en
aquella época de desarrollo y prosperidad económica. El derroche y el
despilfarro se imponían a la sobriedad y la austeridad. Aquel reaccionario con
voz y voto en las mesas de cuadrilla y chiquiteo, fijaba, sin ningún sonrojo, su
personal hito universal diciendo que el feminismo se inventó cuando Móises y
esta gente se fue a trabajar a Alfa a instalarse en la pecaminosa Eibar. Aparte
de cometidos domésticos invisibles, se les veía tender la ropa y similares.
Ahí, decía, que empezó la perdición del mundo.
Un día de la semana pasada, el mismo en
el que salías a comprar el periódico y para cuando volvías a casa te habían
cambiado el gobierno, noté una profusión de hombres inusual haciendo la compra.
No insinuaré que el fenómeno tuviera relación directa con la composición del
nuevo gobierno y su número de ministras, pero, sí que me sé de algunos que, presa
del pánico, no salieron de casa toda la semana con el fin de estar atentos al
teléfono y poder contestar a la llamada diciendo que ella no estaba.
El día que este gobierno afronte su
crisis final no faltarán quienes, con humor o sin él, responsabilicen de lo
ocurrido a ellas. Será el progreso, el avance, otro Eibar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario