Me
adueña la sensación de ser viejo. Aunque digan lo contrario ser viejo es
contenerse, intentar contribuir a que todo sea sostenible, e incluso lograrlo.
Ser viejo es acudir al médico, obligatoriamente, y soportar con estoicismo la entusiasta
filípica médica, de notable intención, contra las glucemias, colesteroles y
demás plagas que asolan la moderna humanidad. Ser viejo es escuchar a la médica,
seis veces mínimo, como te vacila al llamarte chico joven, jurando que hasta la
séptima no le vas a ir a la yugular.
Ser
viejo es llevar el mes entero en una casa repleta de huéspedes, hijos, hijas,
nietos, nietas, perros, y procurar no estorbar, ser servicial y estar al tanto
de los suministros y abastos que uno pueda realizar a paso de buey. Es pasar
horas ante el ordenador con dos nietas que trepan por su maltrecha espalda y
hombros buscando un sinfín de sirenas, delfines y unicornios para colorear. Ser
viejo es tener que exiliarte de tu casa y escritorio a escribir en una
biblioteca pública. Es tener que oír a la salida de casa que el bibliotecario
es un servicio que está muy bien y reivindicarlo como un logro político propio
mientras le dicen, al igual que la médica lo de buen chico, “buen trabajo, buen
trabajo”. Así somos de apacibles los viejos.
De
la apacibilidad a la irritación hay una nada temporal. La que va desde la llegada
a la biblioteca hasta que se inundan sus alrededores con la megafonía de las
regatas, las de mi querer, y la música basura que adultera el folk vasco. La
vida es una mierda. Y más cuando retumben esos tambores que creen sonar con
conciencia de trascendencia y excelencia ciudadana. Hoy es San Ramón y no sé
por qué me da por conmemorarlo. Nunca lo hago. Patrón de los partos.