Me irrita la
frecuencia de uso de la palabra facha y la ligereza con que se suele pronunciar
el calificativo. ¿De cuántos escritores, intelectuales, representantes
políticos y de personajes públicos no hemos oído decir que son unos fachas? Es
la manera más contundente e irracional utilizada para evitar un debate razonado
o un diálogo razonable. Si nos atuviéramos a la intención de quienes sueltan el
calificativo deduciríamos que la academia de la lengua debiera modificar las
acepciones de la palabra y sustituir aquella que significa fascista por una que
se limitara a indicar que es palabra usada para calificar a alguien a quien se
profesa gran antipatía, mal motivada y generalmente por gente indocumentada y
arbitraria. A pesar del reaccionarismo cabalgante no hay tanto fascista entre
nosotros. Es un adjetivo demasiado serio para soltarlo de cualquier manera y
ante cualquiera. No merece esa frivolidad todo el daño sufrido.
Y ahora
se nos ponen de moda golpista y racista. No me creo yo que nuestros parlamentos
sean una covacha de fascistas, golpistas, y racistas. ¡Ah! Se me olvidaba, ni
de machistas. Pero antipáticos empiezan a caer un rato largo todos aquellos que
hacen que el diálogo político sea una sucesión de insultos y ofensas macarras y
barriobajeras. El congreso de los diputados da vergüenza, por cierto, no más
que su émulo, nuestro parlamento autonómico, cuando sus señorías se entretienen
jugando a ver quién la suelta más grande o más sucia.
Cuando
nuestros representantes vieran que flaquean ante su audiencia, que sus
argumentos pasan desapercibidos, que su discurso aburre, nos harían un favor
callándose educadamente antes de empezar a ultrajar con insultos necios o
latiguillos patrioteros.