He disfrutado leyendo el libro Días de ilusión y vértigo, 1977-1987 de Eugenio Ibarzabal, todo un
personaje. Quito, naturalmente, aquello de que en este tipo de libros los
autores tienden a contar las cosas dando a entender que estuvieron allí, donde
la cosa se cocía, y que de no haber estado ellos no hubieran sucedido o no
hubieran sido tan importantes. Todos aderezamos nuestro pasado seleccionando
las fuentes documentales. No por ello diré que del relato de Eugenio cabe
deducir que si por él no fuera Lete hubiera cantado sin guitarra, Caro Baroja
se hubiera vuelto a malenamorar o Mitxelena hubiera vuelto al 36. Más ella de
los acuerdos y desacuerdos, de las filias y fobias de cada uno de nosotros, le
agradezco el énfasis que pone en resaltar personas, decisiones y
acontecimientos que priorizaron la consecución y consolidación de la democracia
por encima de cualquier otra aspiración, porque, para decirlo de manera suave, no
todos estuvimos a la misma altura en aquella época.
Entre los infinitos recuerdos, fluyen
improvisaciones, luchas generacionales, decisiones lúcidas, crasas
equivocaciones, maldades prorrateadas, ingenuidades suicidas, relaciones
convulsas, asunciones de responsabilidad. No diré que de tales colisiones
saliéramos totalmente ilesos pero sí bastante más sanos de lo que pudo ser,
aunque hay hoy todavía quien necesita de fuerte tratamiento.
Sonrío en las líneas en la que habla el socarrón
Ricardo Etxepare diciendo que, perteneciendo él al máximo órgano de gobierno,
pensó siempre que había otro órgano en la sombra que tomaba las decisiones,
porque aquello que veía no podía ser verdad. De aquella verdad, de aquellas
grandezas, canalladas, indecisiones… nos viene mucha de nuestra dignidad, no
siempre atacada.
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