El
padre rector personalmente, un elorriano salido e iracundo, se
ocupaba de cortar la película con su toque de silbato de plata. Se
habían besado en pantalla y los navarros de la ribera, gente con
cultura cinematográfica, estallaban en un bramido salvaje. No
volvíamos a ver un beso en meses o en años. Yo, niño cándidamente
religioso, era capaz de intuir lo lascivo de la convención y
desconocía aún los impulsos de la naturaleza, con lo cual todo lo
libidinoso, o susceptible de serlo, cobraba una dimensión de
malignidad muy pecaminosa.
Siempre
he defendido que ese besar pautado y peliculero es una convención
moderna e importada en nuestra primaria cultura vasco-castellana, más
dada al
canto
a la virgen y
lo seráfico que
a manifestar refinamientos amorosos. José
de Arteche, hombre con una vida y obra de extraordinaria sobrecarga
religiosa, escribió, o contó, que jamás recibió un beso de su
indiscutiblemente amorosa madre. Siempre se lo entendí, porque
conocí a mucha familia de ese estilo y en mi casa ocurría, para mi
desagrado, que me besaban mucho, cosa que parecía
infantilizarme
e, incluso, feminizarme.
La
vuelta a
casa por vacaciones y en víspera de festivo solía ser una tortura
para mí. A la entrada de misa mis primas, y alguna más que se
colaba, con todo el pueblo como testigo, me besaban una detrás de
otra ¡Qué vergüenza! Para
sí hubiera querido la
intensidad de mi
rubor el rojo de la bandera soviética en
sus días de gala.
Luego
supimos de más besos, literarios y reales, convencionales e
impulsivos, corteses y placenteros, políticos y épicos. Pero el
beso que más me impresiona, el más convencional, quizás también
impulsivo, quién los sabe, es el de Judas. Ese beso es el principal
desencadenante de ese fenómeno que llena playas, hoteles, bares y
pisos de modernos peregrinos camino al paraíso, con
la
incierta amenaza
de ser
financiado
por
hosteleros.
Debiera ser el último cartel turístico,
anterior
a
la reivindicación de procesionar
romanas en las católicas Segura, Azkoitia u Hondarribia. Casi
a
media asta.