Yo
aplaudí al lehendakari. Fue cuando en la ceremonia de entrega del premio de los
derechos humanos interrumpió a la viuda del asesinado Jauregi, Maixabel Lasa,
para recriminar a un ciudadano una banderola reivindicativa cuya legitimidad,
sin discutirla, no estaba a la altura de la oportunidad. Se lo agradecí porque
dejó claro que ciertas situaciones y actitudes de los últimos bastantes años
han sido consideradas normales so pretexto de legitimidad, cuando eran una
anormalidad inaceptable que atacaba a la libertad y derechos de toda la
ciudadanía.
Tuve
miedo, fue excesivo. No debió hacerlo. En los videos lo veo levantarse y
encarar la situación y, todavía hoy, se me estremece el ánimo. No quiero pensar
en el terrible esfuerzo de contención y autocontrol, ni imaginarme una
vacilación, ni, sobre todo, el fracaso en el empeño, hubiéramos fracasado
todos, catastrófico. Le imagino aquella hiriente y sangrante soledad que me
embargaba en tiempos, aquello de, ante los ojos de todos, ser irremisiblemente
abandonado a mi suerte. Observo las caras de los asistentes, gélidas,
hieráticas, bloqueadas, caras que no querían ver. Dos la volvieron para ver lo
que sucedía, serían de fuera, digo irónicamente. Sigo observando y,
lamentablemente, veo que el único refugio posible es un pasillo aparentemente
despejado por el que echar a correr. Se me despertó la memoria, y la pena, y la
soledad, y el sentimiento de injusticia, y la impotencia, y la rabia. Hubo
quien lo pudo contar mejor y no lo vio. Aquellas estatuas frías, aquellas que
tú y yo conocimos, pétreas, mudas, ciegas.
Clama
mi amigo por una bronca a Tasio Erkizia por no quitarse la txapela ni en la
iglesia y sobrellevarla con porte tan irrespetuoso y grotesco ¡Venga otra,
Lehendakari!