Esposa y marido acudieron satisfechos a la cita vespertina diaria. Después de la excursión en bus, viaje la llamaban, a un tour por el norte portugués fronterizo con Galicia, tenían de qué contar y presumir. Se juntaban gente que se enorgullecía de vivir en esta ciudad, tan envidiada y tan maltratada. Moderadamente prósperos, no eran amigos de soportar la proximidad de la pobreza mal llevada, que consideraban no otra cosa que consecuencia del mal vivir y del derroche de dineral institucional en ayudar a descarriadas, vagos, maleantes, raras y extranjeros. Les costaba asimilar toda idea susceptible de ser clasificada dentro de lo que se entiende por progresía. Variados, ni todos rezaban más de la cuenta y hasta había euskaldunes entre ellos, autónomos de cierto caudal. Incluso a alguno se le notaban en exceso su cuna y hábitat lingüístico discordante absoluto, por lo alto que decía las cosas, porque siempre que hablaba lo hacía “con la propiedad” y soltaba disparates de potentado.
Pusieron a caldo: a los alcaldes en escalera, carriles bicis y ciclistas, a la recogida de orgánicos, a un par de tambores de oro y a divorciadas no dependientes. También listaron problemas de futuro y de actualidad. Dijo uno que todos aquellos que hablaban lenguas raras, todas menos la propia, tarde o temprano, acababan montando follón, no había más que verlo. La pareja de la excursión galaicoportuguesa dijo que tenían que retirarse porque desde el viaje les ocurría que a las ocho les parecían las ocho y ocho, creían que por el ye-lá o como se llame eso, y temían que el síndrome transoceánico les echara a perder la media noche del inminente fin de año.
- ¡Jesús, qué miedo! - dijo la vasca. .