El jueves santo, nos dejábamos la piel
a campanillazos en el solemne gloria y asistíamos a la maravilla de descalzar a
los curas en el presbiterio para el posterior lavado de pies. Era una fe muy
higiénica. Encarcelábamos al santísimo y empezaban sus guardias. Por la tarde
mujeres, a la noche hombres, hombres que después no perdonaban la partida; de
madrugada jóvenes luises, etílicos, devotos, y a la mañana del viernes volvían
las féminas. A madre, cumplida y cumplidora, le solíamos acusar de fe tibia, cualquiera
que fuera, siempre le tocaba la peor hora y soltaba preces y razonamientos que
nos parecían disertaciones lindantes con el ateísmo. Un amago de rebeldía que
la convertía en única.
Incluso hubo un tiempo que en
Urrestilla, desconozco la razón, se crucificaba a Cristo en jueves, por
adelantarse a Azpeitia se supone, aunque allá pensaran que era por heterodoxia
patológica. Desde el viernes hasta la resurrección el silencio era ley, no se
debía oír un solo repique.
Aquel
sábado santo jugábamos en la plaza la habitual y abundante chavalería. En
ocasiones la familia del sacristán nos solía pedir a los chavales que tocáramos
el ángelus en su lugar. De grado, corríamos con gran jolgorio y el primero que
llegaba repicaba los nueve toques. Nunca fui primero por lo que tenía que rogar
que me dejaran vez. Aquel sábado de gloria observé que nadie se movía y
aproveché para llegar, por fin primero, sigiloso al campanario. Repiqué un
ángelus íntegro, que en el silencio debió de sonar como un cañonazo. Salí, triunfante
y cándido. Mi servicio religioso se había convertido en ira pública excomulgatoria,
por la atroz locura y majadería que había cometido. Ni por esas se enturbiaba
mi fe.
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