No quedaba otra, discreción. Discreción era, tercera
acepción, reserva, prudencia, circunspección, mejor callados. Si lo decías, no
lo ocultabas o, mala suerte, se hacía público, la gente, la sociedad civil,
septentrional y meridional, huía como de la peste. Eras un estigmatizado
obligado a ocultar la vergonzante marca por discreción y con discreción, sensatez
para formar juicio y tacto para hablar u obrar, según la primera acepción.
Siempre se exigió no hablar ni alto ni claro, hacerlo con discreción, es decir,
con el don de expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad… hasta que te
callaran y te segaran el movimiento. Y discretamente, calladamente, no siempre
dignamente, se ha vivido y sufrido.
Hoy se nos exige
compostura, no alimentar la conciencia de sometimiento, ser casi indignamente
callados al menos unos días, hasta nueva orden, no deslucir el aquelarre. Se vuelve
a pedir que ni se grite ni hable alto, que se contenga el dolor y su recuerdo,
que no se diga ¡ay!, que cualquier grito de dolor puede exasperar a la generosa
fiera, en su penúltimo, nunca último, sarcasmo. Que es obligado festejarlo. Que
es preciso callar porque trabajan los artesanos, que no es la hora de
pacifistas rupestres, paleolíticos, de los que intentaron vivir de pie. Que no
se la despierte hasta el sábado.
Lo celebro, y rabio. Rabio
por quienes aún no ven la calamidad histórica. Por quienes, recurrentemente,
nos suplantan creando la excluyente figura de una falsa sociedad civil, aquella
que vivió de espaldas al dolor, en un intento de perpetuar la deslegitimación
del sistema democrático. Lo celebro y pido un trato penal y social más humano
que el que hasta ahora hemos dispensado.
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