EL DIARIO VASCO 9-11-2012
Tomé la
gran decisión, la de las discusiones conyugales que trataban de abordar medidas
de austeridad económica. Dí de baja el servicio de televisión que llega vía
telefónica. Reté al universo y fue celebrado. A punto de convertirme en héroe
mítico la descubrí y me apunté a esa tarifa de una única para todo por la que
nos ahorrábamos un tercio de lo que veníamos gastando hasta entonces. Me
parecía que estaba liderando el milagro islandés.
A las dos
semanas la compañía me dijo que no constaba ninguna petición de mi nueva tarifa,
que no habría tal hasta que no me retiraran un aparatito previo acuerdo con una
máquina parlante sobre la retirada. A las dos semanas siguientes se me dijo que
la tarifa no se materializaba porque mi nombre de pila no es el mismo en móviles
que en fijos, con M y sin M. Que arreglara el entuerto en una tienda. En la
tienda me dijeron que sí a todo y resultó que sí a nada.
Tengo la máquina en casa, la tarifa cara, nulas perspectivas
de mejora y docenas de llamadas interrumpidas y plantado, una llamada pendiente
de un asesor que lo iba a hacer en diez minutos y otra de Zeleris y más. Juro
que no he perdido la compostura en ninguna llamada ni en ninguna comparecencia
en tienda. Pensarán que soy gilipollas por que me pasa esto y lo cuento. No es
eso, aunque Telefónica tenga porrón de pruebas
de que lo soy. Un día daré el paso definitivo, ¡órdago!, y seré todo un hombre,
recordaré que todo empezó por bañarme con el móvil en el bolsillo e intentarlo
reponer, no gratis, a precio razonable. Se van a enterar.
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