Me molesta cuando a las democracias
formales, y reales, se las acusa de limitarse al voto que podemos emitir cada
cierto tiempo. Como caricatura vale, y como contraste a las realidades
antidemocráticas, también, pero creo que todo es más complicado. Para comprobar
el nivel de complejidad y complicación basta con echar un vistazo a las
interpretaciones que cada uno de nosotros hacemos de los resultados electorales.
En estas últimas, como en otras, acudí
al recuento de votos de una mesa electoral donostiarra. En la normalidad del
día y del recuento apareció una papeleta con abundantes tachones y garabatos
trazados a través de toda la ristra de nombres y márgenes. El joven interventor
electoral que detectó la pieza levantó el brazo y mostró el voto al presidente
y resto de miembros de la mesa para que acordaran, a primera vista, la nulidad.
Un veterano interventor lanzó un golpe certero a la papeleta y la arrebató para
depositarla en el montoncito de papeletas que correspondía a su partido. Dijo
que era un claro voto al partido cuyo logo, el suyo, no llevaba a confusión.
Nadie de los presentes nos atrevimos a decir nada en contrario ni preguntar por
si las dudas. El sistema democrático había precipitado ya sus conclusiones. El
ciudadano en cuestión que emitió su voto de aquella manera, de aquella manera
fue interpretado, era claro lo que se le había entendido.
Aquel que había garabateado la papeleta,
como si depositara en ella metros de hilo desmadejado, entre garabato y
garabato había escrito con letra alta clara: ¡Quiero un trabajo!
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