Cuando predominó el couché impreso fue
muy común plantear cuestionarios, en plan test de conocimientos, a conocidas
personalidades. Nos encontrábamos con ases ciclistas forofos de Proust,
goleadores admiradores de Santa Teresa o faranduleros adictos a las Catilinarias.
No éramos más infelices, pero no nos la colaban todos. Aquellos personajes,
políticos, deportistas, profesionales, solían llevar en el bolsillo, o en la
memoria, una serie de respuestas preparadas para que no les pillaran fuera de
juego y así poder aparentar aquello que de forma natural o espontánea no
podían.
Los mecanismos humanos siguen siendo los mismos, y las
situaciones se reproducen. Hay una diferencia; contamos con más medios para
labrarnos una imagen pública y escudarnos exclusivamente en nuestras
apariencias A su vez, estas pueden ser fulminantemente destruidas por los
mismos medios. El postureo de leer o ser persona leída, de todas formas, dura
menos que antaño. A alguna conozco, política de carrera, que leyó la
dedicatoria de un libro que cayó en sus manos y la colgó en las redes, cual cita
de Confucio, identificándose, para colmo de nivel cultural, con el autor, un
general fascista con apodo carnicero. Se vio obligado a reconocer que no lo
había leído.
Este postureo es un mal común y extendido que se soporta con
facilidad. La sociedad es indulgente con quienes ni leen ni se cultivan,
incluso con quienes lo aparentan y no lo hacen. Pero no debiéramos perdonar una
a quienes se creen más inteligentes y actuales por no hacerlo, a quienes nos
desprecian pensando que eso se adquiere en cualquier red, eso sí, de pago.
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