De haberlas hasta hartar ya no quedan procesiones entre
nosotros. La gente perdió la fe en ellas, ganó en pudor. Cedió terreno la
prepotencia, ya no hay hombros ni hombres que carguen nuestros pasos. Quien reza
lo hará desde el alma y no desde aquellos callejeos esperpénticos,
manifestaciones no autorizadas ¡tanto miserere y tanto lignum crucis! Hoy solo
nos acechan sus residuos, los inertes, las desidiosas, las que se resistieron
inhumanamente a la contemporaneidad, las de alma con vocación de venta
turística, las que llaman cultura evidenciando su profunda incultura, las de
páginas y minutos tontos, las que se exhiben ante buscadores de folklore
añorante y autenticidades farsantes. Quizás otra gente, mucha gente, se
refugiará en el rezo.
Se pregunta la anónima autora del diario de Una mujer en
Berlín al oír un “Dios mío, Dios mío...” entre los sollozos de una mujer, si
eso será un rezo. Recuerda como tiempos antes, en otro refugio anterior, cómo
en el rezo “… que cargó la pesada cruz por nosotros” palpaba el bien que
producía en los ánimos agitados. Piensa que es injusto afirmar que la miseria
enseña a orar, tan injusto como decir que enseña a perorar, porque esa persona
que solloza apenas será consciente de lo que dice y recurre a fórmulas vacías y
las utiliza, sin más, mecánicamente, sin siquiera saber lo que el rezo
significa.
Ella piensa que es un alivio poder rezar de una manera
sencilla y sin sentir vergüenza, bajo el tormento inmenso de la desgracia, del
miedo, de la necesidad. Pero no puede…, todavía no. Sigue resistiéndose, y las
bombas braman.
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