Volaba el dron sin conciencia del
alborozo ni del alboroto que provocaba en la chavalería. Nunca había visto uno
tan cerca de mí; quizás en algún espacio comercial. Seguí sus trazos aéreos
embobado, con placentera curiosidad. Me sorprendía verlo caer en perpendicular,
hasta casi tocar suelo, y remontar el vuelo con ímpetu rapaz. En una de sus
perpendiculares tocó tierra, por milímetros no cayo en manos de la más
vivaracha; un niño, viendo que se alejaba de sus manos, lanzó un balón que
resultó definitivo, dron a tierra. Repuesto de la caída volvió a coger altura y
sobrevolar, burlón, por encima de quienes allí estábamos. Mi curiosidad pasó a
ocuparse también de lo que no era vuelo. Empecé a zozobrar, creo que le vi algo
que parecía una cámara. Los niños dijeron que estaba sacando fotos. No quise
romper la placidez del ambiente, alguien habló con contundencia. No quise
amontonarme con quienes aborrecen sistemáticamente la modernidad y el progreso,
pero la zozobra, según seguí pensando, llegó al pánico. Someten nuestra
intimidad.
En Carolina del Sur un teléfono móvil ha filmado a un
policía que mataba a tiros a un hombre negro que, corriendo, huía de él. Porque
había por allí un móvil, y sangre fría para filmar, se ha conseguido una
versión de los hechos probablemente más veraz que la que el agente del orden
hubiera proporcionado. Menos mal. Es uno de esos detalles que hace a uno perder
el temor al progreso, siempre que en el progreso el ejercicio de toda autoridad
se haga con renuncia expresa a la intimidad y expuesto a una filmación
continua, aunque los tiempos circulan hoy en dirección contraria
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