Nos
es dura la vida a las personas sin cultura. Procuramos tener ideas propias y
defenderlas, procuramos, por la cuenta que nos trae, pensar que los demás
también las tienen y respetarlas; puro egoísmo. En esa permanente compensación
el día a día se nos convierte en una congoja cada vez más aflictiva. No hay
empate posible entre las ideas propias, las de uno, y las propias de todos, las
que imperan, las que obligan.
Días de fiesta mayor, suena la música, rústica o castrense,
siempre patria, y ya no sabe uno como vestirse, el rústico lo hace de rústico,
el cosmopolita de militar, y los que somos gente a saber. No hay quien salga de
casa, acabaremos llamando la atención los que vamos de civil rutinario contemporáneo,
los que en la historia siempre nos perdemos porque no damos con el guía. Somos un
teatro sin subvención.
Los
que tienen una cultura, o pertenecen a ella, lo tienen más claro. Olvidan las
campañas contra los juguetes bélicos, la pedagógica prohibición que nuestros
niños tienen de jugar a guerras, y saltan a la calle uniformados con arma
polvorosa, creyéndose historia y cultura, y se apropian del mayor espacio público
posible con alboroto y estruendo imposibles, tiran, retiran y disparan. El
pasado 31 de agosto, sin ir más lejos, tuve la sensación de sobrevivir a una
emboscada a la altura de la Bretxa. Me gustaría dar con fórmula civilizada para
pedir que hagan algo en nuestra defensa, que los detengan, que les apliquen el
código de la circulación, el de seguridad ciudadana, pero que desarmen a esas
paletadas explosivas, sean conmemoraciones del 16, del 13 o del 36, da igual.
Así, no.
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