El
niño vasco del exilio Jon Sobrino rechazó una propuesta educativa privilegiada
y más adecuada para su talento, alegando que él trabajaría en altos hornos,
como su padre. En su lecho de muerte adolescente un cura católico le procuró
confesión y comunión que no aceptó, sólo aceptó la mirada de un crucifijo que
le pareció feo. Reclamó la compañía del poeta Luis Cernuda a quien le pidió que
le leyera un poema, finalizado el cual dijo: Ahora, por favor; no se marche, pero me
voy a volver hacia la pared para que no me vea morir. Cernuda escribió la
elegía del niño vasco muerto, ese ser de un destierro más vasto que la muerte, ese que
quizás piense que su vida es materia del olvido.
Aylan Kurdi, un niño sirio refugiado, ha sido retratado
muerto en la orilla del mar, sin compañía de curas ni poetas, una muerte más
vasta que el destierro. Su cadáver de tres años ha pisado suelo en playa
europea continental. Yace orientado hacia sus raíces, al mar que lo ha traído,
como, en la soledad, queriendo oír lo que la profundidad le dice, de espaldas a
las puertas que mantenemos cerradas a quienes escapan de la guerra para morir. No
mira a sus recuerdos, tres años no da para tenerlos; no pide cuentas por lo que
le prometieron, alguien lo vistió limpio y guapo para el viaje. ¡Esas suelas limpias que repatean en nuestra
alma!
Intentamos
recordar vivo a quien en vida lo quisimos invisible. Ahora que nadie deja de
mirarlo, vemos como caminamos, directos, hacía una muerte en soledad, la más
cruel, la que nos hemos ganado, con la única compañía de ese dios que estaba en
esa playa y no ha querido enterarse. Un europeo más.
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