Admiro
y compadezco, por igual, a quien hace pública crítica de sí mismo, tiene que
ser un trago duro y un tormento no siempre merecido. Es una condición ineludible
cuando de garantizar la rectitud de una actitud se trata. Quien carece de
capacidad autocrítica es un ser muy limitado. Es admisible que uno no se
critique a sí mismo en público, pero quien no lo asuma no tiene legitimidad
para reprochar a otros.
Me
precede un pasado inadmisible al cual no cabe si no criticarlo y denunciarlo
con contundencia. Por lo que a mi autocrítica se refiere no tengo inconveniente
en hacerla, incluso públicamente, pero tengo la impresión de que más deudas
tiene el pasado conmigo que las que yo pueda tener con el pasado. Por lo cual,
al no ser diferente que el resto, entiendo que la mayoría de la gente que oye
hablar de autocrítica entre nosotros, los vascos, piensa más en la crítica que
en la autocrítica o que hay gentes con más responsabilidades que otras en ese
condenable pasado.
No
acierto a ponderar en qué medida es plausible la iniciativa gubernamental de
puesta en valor de la autocrítica. Amedrentan la exposición pública del
sufrimiento y de la aflicción, y el cierto riesgo de poner en funcionamiento
una exhibición de euskosálvame, que le mermaría todo valor, y ese entre
academicismo y corporativismo que, legítimamente, apunta maneras de poder vivir
y alimentarse de cualquier dolor. A la luz de ciertas críticas a la iniciativa,
de tono macarra y violento, debería quedar claro que merece y vale la autocrítica,
pero que la exigencia es de responsabilidades, que el resto es puro y tonto
eufemismo
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