Le ataca la melancolía y lo pasa mal.
Es un convencido de la bondad de lo público. Si por él fuera privaría de
libertad a esos jaleadores de la excelencia de lo privado, gente necesitada de
desigualdad para ser. Está en mala edad, en esa edad en que la gente, por sí
misma o por sus allegados, empieza a ser asidua de los servicios médicos y de
salud, y de otros que mejor no nombrar. En los últimos dos años ha sido un
habitual de Osakidetza. Para él, la nación vasca debería representarse mediante
Osakidetza o el sistema público de educación, más que por ikurriñas, lauburus y
demás aderezos. Servicios de urgencias, enfermería, hospitalizaciones… admite
la posibilidad del error, pero le soliviantan las críticas, le parecen
gratuitas, ganas.
En la antesala del especialista observó
la cola de pacientes, personas mayores, movilidad condicionada, gente propicia a
perderse, a sentirse derrotada ante la informática, enfermera puntualmente
dispuesta. Vio llegar, con retraso, al médico. Los pacientes entraron y
salieron en un tiempo desproporcionado a su limitada
movilidad. Le tocó entrar a él, saludó y, tras breve espera, se sentó, sin
invitación, en la silla frente al facultativo. Este le preguntó, imperativo
cual antiguo comisario de policía, cómo se llamaba. Miró al ordenador y le
prescribió las pautas a seguir. Estaba ya fuera antes de la hora marcada para
la entrada.
Tambaleó su mito, Osakidetza, y le volvió esa melancolía sin tratamiento. Pensó que algunas no serán obligaciones médicas de convenio colectivo o profesional, pero él está convencido de que, sin ser gravoso para las arcas públicas, el saludo de un médico, cura, y la amabilidad… hasta puede resucitar, doctor.
Tambaleó su mito, Osakidetza, y le volvió esa melancolía sin tratamiento. Pensó que algunas no serán obligaciones médicas de convenio colectivo o profesional, pero él está convencido de que, sin ser gravoso para las arcas públicas, el saludo de un médico, cura, y la amabilidad… hasta puede resucitar, doctor.
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