Sigue
viéndose la escultura de Eduardo Chillida en el mundo allá donde pueda haber
interés por verla y haya personas, entidades o instituciones que promuevan y
faciliten esa posibilidad. Esta semana nos la anuncian en los estados de
Missouri y Florida. No consigo reaccionar a la noticia en el desconcierto
producto de la envidia, del deseo, de la impotencia y de la ira. En Gipuzkoa,
sede de artista y obra, se volvió inalcanzable, la hemos encerrado y
encarcelado por indiferencia ciudadana y desprecio institucional. Es terrible.
Con
la nota de mayor desprecio a la cultura que yo conozca zanjó la Diputación de
Gipuzkoa las negociaciones con la familia del escultor, propietaria de la obra
y responsable de su cuidado, mantenimiento y difusión. Despachó el asunto de la
forma menos didáctica de las posibles. Hoy reina en Gipuzkoa y en Euskadi un
desprecio a la cultura que es de escándalo. Puede que la inviabilidad económica
sea el factor decisivo, pero de ser así alguien se debería haber preocupado de
decirnos a la ciudadanía guipuzcoana y vasca que, con todo, ese imposible, y
más, alcanza el valor de la obra. En su lugar se prefirió difundir la sospecha
de un señoritismo insaciable que aspiraba a sacar tajada de la situación.
Hoy
tenemos a Chillida incomunicado, vetado, encerrado ¿qué es lo que hizo mal
aquel señor, magnífico artista y persona, para condenarlo a ese insultante y
ofensivo olvido? ¿qué es lo que hizo mal para no alcanzar rango de deportista
limosnero, gastronomista de temporada, misionero indigenista o hazañista
espectacular? ¿Por qué la ciudadanía tolera esa afrenta? ¿Será que callamos por
atrasados, que diría aquella, y olvidamos por indocumentados?
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