Será
esa oralidad truculenta tan obsequiosa en nuestra infancia, o reminiscencias de
la literatura, aunque no practique lecturas del género negro, o simplemente esa
debilidad, otra más, con la que me ha dotado la vida. La visión de determinadas
cajas me puede resultar insoportable. Imposible disociar una caja de zapatos de
la idea de niños muertos, neonatos pobres y cuerpos de bebé depositados en
ellos. Me asalta la imagen del triste padre en busca de injusta tierra de
enterramiento, pobreza, marginación, injusticia… el evitable cruel sufrimiento.
Me
deprimen las cajas de zapatos, pero ni en casa lo puede uno decir. No es
cuestión de imponer las fobias personales a toda persona que te quiere y
respeta. Es una cuestión de debate conyugal y familiar. Encuentran utilidad a
almacenar cajas de zapatos y la casa parece un patio de columnas construidas
con ellas. En el mejor de los casos son de utilidad para sortearlas y evitar el
saludo en días de tormenta.
Por
fin elegí el par que me convenía, fui a caja y me dijeron que de no llevarme la
caja no tenía derecho a devolución. Embriagado de cívica indignación, ante el
estupor de la cajera, previa, educada creo, petición de perdón, me despedí
dejando un par de preciosos zapatos y su caja en el mostrador. Con algún
retoque repetí la operación en otra zapatería con el mismo resultado. Acabé
haciendo la compra por internet, de forma rápida y efectiva. Me llegó un par de
zapatos de un color que no me pareció. Fui a correos e hice la devolución.
Volví a la primera zapatería, compré, con caja y todo, aquel precioso primer
par. El color era el del par de internet. En casa me llamaron bobo. Y la
dependienta de caja no estaba.
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