Opinar
en tribuna pública tiene sus aquellos. Son espacios de libertad que
a la mínima te comprometen. Hay días resultones y la gente es
grata, y días en los que agradar es imposible y gente, no menos
grata, que te lo hace saber. Luego, parece mentira, el pudor de uno
en las torpes respuestas. Mil perdones.
En
una reciente tertulia de radio me sumé a la ola de entusiasmo y
parabienes al hilo del partido de fútbol de las mujeres de la Real
en Anoeta. Contrario a mis costumbres ni fui minoritario ni, mucho
menos, original. Era la ocasión para no sentirme raro y mostrar el
orgullo de pertenecer. Es que me enterneció el anuncio de aquel
partido, tuve ganas de ir y aplaudir. Valoraba la ocasión de
feminizar un mundo tan embrutecido y desculturizado como el futbol.
Me pareció un respiro para la sensibilidad.
Resultó
que no. Me crucé con el otro oyente, el crítico, y menuda bronca me
cayó. Que a ver qué puñetas pintaba yo celebrando con una candidez
sin precedentes un gesto que no hacía más que contribuir a ese
intento de ponerle cara humana a esa moderna brutalidad ciudadana y
basura moral contemporánea que es el futbol. Que lo que me
correspondía era criticarlo, desempeñar mi papel de aguafiestas.
Empecé
a indagar en mis motivos de arrepentimiento. No los definía, pero
los sentía, no los podía enumerar, pero ahí estaban. Me dolía
incluirme en esas turbas capaces de paralizar la historia, aunque
sólo sea un minuto, o hacerla retroceder en cualquier momento
decisivo de la humanidad con tal de que el penalti fuera definitivo
para el buen resultado de su equipo. Y, es que, más importante que
el futbol son los derechos de la mujer ¿Faltaban razones?
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