Creo no incurrir en traición ni delito condenable confesando
que estos días miro con envidia a Bilbao. La miro por el futbol, cosa que me
importa bien poquito pero que nos afecta mucho. Se han embarcado todas las
especies bilbaínas, cual parejas en la de Noé, en el empeño de una final
europea (y otra española) con energía, ilusión, entrega y alegría desbordantes,
haciéndonos sentir que iban a poseer la felicidad completa. A lo mejor no es
así, pero han transformado Bilbao y gran parte del País Vasco en una especie de
orgia rojiblanca cuyo final, de consumarse con una victoria en Bucarest nos
hubiera acarreado consecuencias imprevisibles. Los hemos visto pasados,
sobrados, excesivos, pero en estas cosas lo que en el vecino es defecto lo
convertimos en virtud en cuanto nos incumbe a nosotros. Comprobaremos este
extremo en la próxima final europea de la Real. El futbol dejaría de serlo,
aquí y allá, sin esos excesos, a los cuales conviene mirarlos con cierta displicencia
para evitar que nos reconcomamos a perpetuidad.
Hay otra ciudad que yo
conozco, junto con el país que también conozco, que ha llegado a la final
europea de la competición cultural (otro exceso) en 2016, con una repercusión
social y económica mayor que una competición deportiva y con cuatro o cinco
años de disfrute anticipado. Pero no hay manera. Deambula, suspicaz y errática,
por el ánimo de todos nosotros, desarraigada, sin goras, ni vivas, ni beti
zuekin, como si favoreciéramos a alguien que no queremos. ¡Hala! ¡A romper
olas! O la tomamos en serio o le quitamos la cláusula antiathletic y la
traspasamos, aunque se pasen.
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