La confusión de cosacos con bellacos dio para una
columna despachada a satisfacción y con
confusiones e interpretaciones, casi todas ellas válidas y razonables. Arriesgaba
al decirlo pero no me jugaba el físico. Más arriesgó el colega Berrio tratando
del lenguaje del futbol, incluyendo a los futbolistas. Es esa una tarea que
todo columnista honrado que se precie debe afrontar, en bien de la
inteligibilidad, de la comunicación y de los códigos de convivencia. Otra
cuestión es que se tenga fortuna en ello, que se acierte o no, que se hiera la
sensibilidad del sector. Pero el mundo, no solo el futbol, se ha mediatizado a
tales extremos que lo que se hace no tiene ninguna importancia y lo que se
dice, aunque se diga con el único y honesto fin de matar el ocio o por
obligaciones futbolísticas, es lo que vale, más que los goles.
Hicieron
historia el miedo escénico, el achique de espacios o el no se meta con mi país.
Ya encumbrado, metido a comentarista, el coatch soltó lo de que los de ahora
son más hijos del contexto que de sus padres. Fue entonces cuando los sensibles
levitamos y nos empezó a dar igual un gol de Alemania que uno de Abisinia. Llegaría
el balompedista diciendo que sus compas tienen más huevos (cojones, en términos
técnicos) que el caballo de Espartaco. Esta última lección de historia es para
los que afirman que lo único que ganó España hasta ayer era la batalla de
Lepanto. Finaliza el programa futbolístico con el médico que dice que los
futbolistas cuando juegan lo hacen con los veinte sentidos, menos de uno por
millón, digo. Empieza la Europotra.
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