Morir es un acto vulgar, muere cualquiera sin otro mérito
que el haber vivido. Es un acto original porque solo morimos una vez en la vida.
Ha muerto Santiago Carrillo, la cúspide más accesible de nuestro comunismo. Ha
muerto y queda reducido a memoria, parcelable, divisible e incluso, ¡que pena!,
facturable. No me asombra la aceptación incondicional y prácticamente unánime
de su figura, ni destaco los progresos, nunca suficientes, que como sociedad y
como personas hemos hecho en la aceptación de lo diferente y de lo desconocido.
La vida de Carrillo o su muerte, y memoria, son un buen indicio de ello.
Nacidos y crecidos en tiempos en que la excusa de defenderse del comunismo
servía de coartada a todas las atrocidades, nos hicimos mayores de edad
rodeados de unas literaturas patrias que parecían más empeñadas en el combate
contra ese comunismo que contra la propia dictadura.
De ser lícito robar libros en Lagun a ser reconocido y
premiado por la Fundación Sabino Arana, tenemos todo un largo recorrido
personal paralelo a su vida. Recordamos lo que nos conviene y puede servir a
nuestros intereses, y el recuerdo es injusto y no es pleno. Era Carrillo, con manchones evidentes, entero e indivisible.
Hago mío a aquel que en su día más denostamos, el que contribuyó a aquella tan
imperfecta transición, hoy fuente de todos los males que nos acucian, olvidando
que salimos de la dictadura con vida, y
dignidad, de puro milagro gracias, sobre todo, a quienes les olvidamos o reprochamos
lo sustancial y les recordamos lo superficial y contra quienes les lloran
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