Si el olimpismo no se basara en la élite competitiva, contrariamente a su filantrópico y amateur espíritu, carecería de interés en el profesionalizado mundo de hoy. Hemos pasado página al último hito de este año olímpico. Han sido unos juegos espectaculares y unos juegos paralímpicos con la mayor proyección, mediática y social, por fin, de la historia. Estamos en condiciones de afirmar de nosotros mismos que somos buenos y justos, paternalmente buenos y justos. Hemos conseguido señalar a minusválidos de mérito, grandes competidores, y reconocer su superioridad. Hemos “tolerado” que Pistorius logre materializar el derecho a correr en igualdad amputadas y con prótesis, y hemos visto como la mayor de las normalidades que este proteste al ser vencido en los
Olimpismo fue también la acogida que prestamos en los
Juegos de Pekin 2008 a
la atleta somalí Sama Yusuf, invitada humanitaria de la organización, que
corrió los 200 metros
más lentos de la historia de los juegos. Éramos buenos y olimpistas, aplaudimos
a rabiar, fue nuestra contribución al pago de la atleta. Nos abrió los ojos,
mucho, y nos acordamos de ella, no tanto como para echarla de menos en los
juegos de este año, a los que no acudió por la sencilla razón de que unos meses
antes murió en una patera entre Libia e Italia. La mejor gente lo supimos días
después de acabar los juegos, el resto ni se ha enterado.
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