Ante la
coincidencia, de una final de futbol y el festival de Eurovisión algún
responsable gubernamental debió de proponer, razonablemente, el cambio de
horario del partido. El astro de las ondas dijo que eso era una humillación
para el fútbol. Pensé que el mundo del deporte cuando se desboca, se desboca a
diario, es capaz de atentar contra lo que sea. Recordé aquella disyuntiva que el
pasado año alguien, cándido, perverso, insinuó: la contraposición del pago por
promoción de país que se hacia a la Oreja de Van Gogh y las cuantías por patrocinio
institucional que percibía la Vuelta al País Vasco.
Me dolió la
comparación al entender que se quería sembrar la idea de que la labor del grupo
musical no era ni vasca ni cultura, y menos lo primero, consideración ésta muy
extendida y que podía arraigar al tener que confrontarse con un carrera
ciclista que para muchos de nuestro paisanos supone tal inundación de
cosmopolitismo que lloramos idiomas. Es verdad, es un valor lo que nos rueda estos días por nuestras
carreteras. Es una contribución a nuestra grandeza como país. Pero desde la
legitimidad que me da el proclamar, todavía hoy, al ciclismo mi deporte, el
poder enumerar a los ganadores del Tour desde Robic hasta Lemond sin fallar
ninguno, y poder discutir los detalles biográficos de Marino y Perurena,
perseguido siempre por Stablinsky, digo que Francia ya era grande antes del
amarillo de Garin y Desgrange, desde siglos ha, desde Voltaire, Rousseau,
Flaubert, Manet y Cezanne por lo menos. Salvando las distancias y con la
revolución de por medio.
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