Morir
congelado cerca de una cumbre de ocho mil metros de altura tras varios días de
agonía y asistido por compañeros de profesión es un hecho que desata mares
informativos cantando a la solidaridad y la heroicidad. Es lo que tienen los
deportes sin controles antidoping. Me guardo mi opinión sobre las heroicidades.
Más allá de la espectacularidad, me gustaría que me lo explicara gente que esté
dispuesta a aguantar interlocutores que ni entendemos ni compartimos todos los
argumentos.
Si un
taxista muriera, y como todos, suelen morir, en el desempeño de su trabajo,
supongo que nunca lo haría, si de
ellos dependiera, por falta de ayuda y solidaridad de los compañeros de
trabajo. Pero el eco informativo sería menos impactante y no denotaría
heroicidad alguna.
Cuando una
trabajadora del sexo muere, en cumplimiento de sus cometidos, la información hace
rodar fantasmas y prejuicios; pocas veces habla de la, en este caso, sujeta, y
abunda en adjetivos y gentilicios de infraciudadanía. El asesino, a secas, es maestro
de artes marciales o
dependiente de mercería, mata a una mujer, y muere una nigeriana, colombiana o
senegalesa, o una prostituta, no una persona dedicada a la prostitución; gentes
proclives a la muerte, de peores muertes, de muertes insignificantes. Son
asesinadas en sesiones inacabadas de tortura sin que captemos un mínimo de
heroicidad, incapacitadas para recibir solidaridad. La peor muerte puede ser
consecuencia lógica de la mala vida, pero muchas malas muertes, de las peores
muertes, son el final de una heroica vida. Héroes, Ada, Jenny…
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