Una
novelita de P. Claudel que desparrama ternura, diría que en exceso, se titula La
nieta del señor Lihn. El protagonista, con el mar de por medio, huye de la
aldea desolada por la guerra hasta una ciudad en la que desconoce todo y de
cuyas dimensiones y vida desconocida le malprotegen los servicios
asistenciales. Ni habla, ni entiende, justo camina y se sienta con una inseparable
criatura en brazos. En la antípoda de su habitat, un viejo viudo fuma y habla
en el banco donde vienen a sentarse. Un buen día el señor Lihn pronuncia un
buenos días que en adelante, dicho con cualquier motivo, se convierte en la
expresión talismán de todos sus afectos, cortesías y gratitudes. Dos palabras y
lo dice todo.
Tendemos a ser bastante crueles con gente de pocos recursos
en el idioma en que queremos que se nos dirijan. Obviar todos los obstáculos
que la voluntad del señor Lihn ha superado para poder dirigir un “buenos días” a
alguien raya la crueldad, pero ocurre a menudo. Bien lo sabemos en la España de
los cuatro idiomas de Aresti.
Hablaba Alex Grijelmo en su último artículo de cómo los
periodistas futboleros maltrataban los idiomas autonómicos al pronunciar, mal,
claro, nombres como Xabi, Xavi o Javi, que lo son. Proponía que los hablantes
peninsulares se debieran obligar, vía escolar o a sí mismos, a conocer
mínimamente rudimentos de los idiomas autonómicos como contar hasta diez, saludos de cortesía, frases de felicitación o
palabras usuales. Y vuelvo al señor Lihn de la novela, ¡lo que no hubiera
expresado con esos rudimentos y un poquito de respeto!.
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