Son
vacaciones y estoy en la ventana. Desde la ventana veo mi río de toda la vida.
En el río, cauce amplio, limpio, -la única cosa de mi pueblo que no la hicieron
ni Dios ni los nacionalistas, la hizo el gobierno de un tal López- en el agua
del margen en un leño, dispuesto también por el mismo gobierno, posa un gato,
altivo en la distancia. Gira la cabeza como escuchando atento y sin inquietarse
cuando oye mi voz. Sigue a lo suyo, observo, no está posando para mí, está al
acecho de algo, bicho, pájaro o pez, algo sobre lo que caerá implacable, agresivo, cruel. Rememoro instantes de infancia. Se nos
incapacitaba para compadecer a ningún animal, había que poder con todo lo que
era más débil que nosotros. Era justo ajusticiar cualquier gato, a ellos les
placía matar pájaros, no solo ratones. Torturarlos era una diversión a la que
sólo renunciamos en el momento en que tomamos conciencia de que la ley del más
fuerte era perniciosa, al menos para nosotros.
Hoy, después de haber ido a la escuela y aprendido a leer,
escribir y las cuatro reglas, sabemos del Gato con Botas de Perrault, de los
músicos de Bremen, de Micifuz y Zapirón, del Gato Negro de Poe, gatos
literarios y de cine, de los gatos de Disney y sus variantes, tiras cómicas y
dibujos animados, la prosopopeya, los gatos personificados. Hoy, maquillados,
sin uñas, con trompas cerradas, la chavalería los percibirá sin sus
inclinaciones agresivas, de supervivencia pero agresivas. Hay convencidos de
que aquello, sin color, era lo mejor y los hay que no le hacen ascos a un
¡miau! con partitura. A saber.
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