Acudí
a una película del festival que no entraba en mis planes, cortesía e
insistencia obligaban. No la encontré de mérito, ni mucho menos. El mucho
trabajo de sus creadores quedaba en nada y el aplauso del público sonaba a la
par de mi juicio. ¿Cómo explicárselo al interesado sin acabar con su moral y
sin ofender ni cuestionar su aspiración creadora? Afortunada e inesperadamente
pasó por allí un crítico que dijo que sí, que la película era
"festivalera", y aunque sonara a consolación, con eso todo estaba
dicho. El momento difícil estaba superado. De paso, el crítico puso a caldo una
película que yo daba por más que buena, intuí razones fuera de lo
cinematográfico pero carecía de autoridad para contrarrestarle. Él dijo de otro
crítico que era alguien por el medio en que publicaba más que por las críticas
que hacía. Quizás tuviera razón.
Una
allegada acudió a otra película que tampoco le gustó. Vino a casa impresionada
por alguien que vociferaba en taquilla y que al final de la película se
enfrentó al joven actor, niño, de la película que bajaba sonriente y plácido,
casi triunfal la escalera del Kursaal, diciéndole a éste que se habría aburrido
rodando esa película tanto como él viéndola. Mi allegada pasó la noche compungida
recordando los ojos del niño actor, maleducadamente cortado, al borde de la
lágrima.
Los
jurados, por un motivo u otro, tuvieron a bien premiar las dos películas. Sentí
una vengativa alegría por aquel prepotente y maleducado espectador y que mis
criterios y los jurados de un gran festival suelen coincidir sólo
ocasionalmente.
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