Cuando ciertas memorias flaquean huele
a insulto. Observo una foto en blanco y negro, es el retrato de la ausencia que
dura como tres decenios. Cuatro niñas en una plaza absolutamente vacía. Mudas,
displicentes, con esa naturalidad infantil con la que los niños gestionan la
curiosidad, miran el serrín esparcido que no consigue ocultar del todo la
sangre aun no seca. Una de ellas sostiene en brazos un perro, como apartándolo
para que no se meta en eso, que también mira. A la más chica, unos cinco o seis
años, se le distrae la mirada. En la desesperada nada, no dejan de ser un destello
de esperanza. Plaza escandalosamente vacía, faltan, de entre los ausentes, la
persona abatida y el autor de los disparos. Nunca volverá la que dejó sus
restos de sangre en la plaza, sí que lo hará, quizás uno de estos días, la mano
que empuñando la pistola disparó y remató.
Los exiliados de las novelas de
Kundera vuelven sin excesivos pretextos, más empujados a ello que por iniciativa,
al lugar de sus orígenes. Encuentran que allí hablan extraño, con distinta
entonación y acento. Les cuesta creer. Sienten que les abruman contando lo que
pasó durante su ausencia, que nadie, nadie, se interesa por lo que les pasó a ellos
en ese paréntesis, que nadie les oye. Deciden poner distancia a sus orígenes y
sumergirse en ese ningún sitio que es el exilio, ya no exilio. Dejan de ser pasado
sin presente y se convierten en solo porvenir. El asesino, ausente de la foto,
¿oirá raro? ¿Acabará sintiéndose extraño? ¿En que punto fijará la vuelta?
¡A saber lo que fue de aquellas niñas!
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