Pensaba yo, sin ánimo decisorio, que el último vestigio de
parentesco que nos quedaba con los sefardíes era el filológico. Alguna razón
mayor debe de haber, y de extraordinario peso, para cuando, tras más de quinientos
años de expulsar de España a sus antepasados, han decidido reconocerles y
concederles la nacionalidad, algo, hoy, de tan preciado valor. Es para mi un
misterio insondable, tan misterio como, a cuenta del evento, las viñetas
publicadas por los periódicos israelíes en las que se ven ante la embajada
española colas de gente, de sefarditas, haciendo turno para cumplimentar el
trámite pertrechados de banderas e iconos del Barça y algún elemento
privativamente catalán. Se me resbala una sonrisa de Mas.
Esa misma sonrisa se me hiela cuando caigo en la cuenta de
que para las malas ideas no hay fronteras ni nacionalidad exclusiva y estas
imperan con cada vez mayor descaro. El
referéndum suizo impone cuotas a la inmigración laboral.
Me estruja el ánimo y se me quiebra el alma cuando contemplo
cuerpos humanos muertos justo en las
rayas de la fronteras por el único motivo de pretender cruzarlas. Oigo y no
entiendo, no entiendo y oigo, en las cámaras que nos representan a los
ciudadanos, cómo preguntar, solo preguntar, por esos cadáveres, esos
congéneres, es estar con Bildu en Navarra y arremeter contra la Guardia Civil
en España. Y la sangre me hierve y me hierve la sangre. ¿quien tiene
autorización para jugar con nuestra vida? ¿quien para traficar con nuestras
muertes? Y nos lo hacen, los suyos, los tuyos, los míos... nosotros.
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