Donde el resto de los chavales veía una trucha, yo solo veía
agua y piedras, donde veían un pájaro, nubes, y donde veían un bicho,
vegetación. En resumen, cualquier chica me podía ganar un partido en el frontón.
Eso sí, donde otros veían un enemigo yo siempre vi una persona, aunque no
siempre obré en consecuencia. Pero amigo de los nietos de Ventura, que les
fabricaba unos tiragomas que parecían de escuela de armería, relucientes, le
pidieron que me hiciera uno. Ventura lo hizo. ¡Qué arma! ¡Cacharro lindo! Por
fin tenía yo con que deslumbrar a los compañeros aunque no supiera concretar su
utilidad.
Don Manuel era nuestro maestro de escuela, pupilo en un bar
cuya hija trataba con mi madre. Me perdieron. Manuel dibujaba como a nadie
había visto hasta entonces, tinta china de colores. Dibujó, vistoso y con buen
trazo, al caudillo. Según nos lo enseñaba Jesus Mari susurró algo a algún
compañero y Don Manuel (no Machado) le arreó un sopapo certero y preciso en plena
cara. Creo que llegó, en la autonomía, a cualificado funcionario autonómico del
gobierno nacionalista. Iosu hoy es rector.
En medio de una de aquellas clases vespertinas, mal llamadas
particulares, a instancias de madre y comadre, me envió a casa en busca del
tiragomas que negué poseer. Lo traje, y delante de todos convirtió aquella
valiosa pieza en un manojo de alambres. Mi humillación no tuvo igual, a nadie
en el pueblo le habían desarmado de forma tan vejatoria. Era un verificador el
tal, y yo, con solo ocho años, un mísero desarmado, llorón, futuro militante
pro derechos humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario