Gente humorosa como
nosotros habrá poca por ahí. Nos reímos de casi todo. Nos reímos de Mahoma, de
dios, de los ciudadanos españoles, aunque no sean españolísimos, de la derecha
navarra, de los que farfullan la lengua, de los que titubean ante el idioma, de
nosotros mismos, de casi todo. Prueba de ello es la televisión publica que nos
enlerdece con humor poco sutil y repelente trazo grueso, ese lenguaje
pretendidamente espontáneo y natural, incapaz del mínimo esfuerzo por mantener
y respetar una norma común. Con soporte cultural tan indecente nos enfurecemos
cuando otros se ríen de nosotros hasta de bromas y pocos somos capaces de
imaginar un árabe ateo, un falangista euskaldún, un versolari del PP, un andaluz
apátrida, un policía democrático, un emigrante sin dialecto bajo, una sueca
inapetente o una latina frígida... nos parecen cosas imposibles, y si los
imaginamos los respetamos como motivo cómico, triste manera de exhibir la
ignorancia y la intolerancia.
No he podido evitar
ver la comedia Ocho apellidos vascos.
Me ha acongojado el panorama de la crítica que se bate entre duelos nacionales
tras haber aplaudido a rabiar etxebestes, amonas e ixabeles como modelos a
imitar. ¡Cómo se las gasta el personal! ¡Larga es la sombra inquisitorial! Mi
indignación es bastante superior a mi congoja al saber de la alcaldesa que
sospecha que el resto del género humano no afín a su pensamiento es agente
francés o español y es capaz de dirigirse a un ciudadano vasco, director de
cine o nadie, considerándolo incapaz de tener una opinión propia sobre su país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario