En cualquier otra época sin el arraigo
audiovisual actual, lo de los desnudos de Munitibar se hubiera difundido como
la aparición de alguna virgen, las apariciones solían tener un trasfondo
similar, o como la última encarnación del diablo fuera del frutal. Daba lástima
el contrito y compungido fotógrafo excusándose por haber causado dolor sin
medida a su madre o haberles hecho sentir lacerante oprobio a sus convecinos
que en tanto les considera. Pero el desnudo ante el confesionario, ahí queda,
cargado de pecado, sacrílego, simbólico.
Todo lo contrario ocurre en las
piscinas públicas de Vitoria, en las que bañarse vestida, al menos con burka,
provoca que inmediatamente se ejecute la orden del señor alcalde de expulsar de
la piscina a la ciudadana que tan intolerablemente se comporta, cual turista
indecente en la sinagoga-mezquita de Hebrón.
Y ayer, amigos y amigas, debatimos
largo, y sin conclusiones definitivas, sobre la portada del programa de fiestas
de Hernani, sobre su enfoque de género, o su desenfoque, sobre su inocuidad o
perversión, sobre si bailaban o se enzarzaban, sobre si era ritmo o frenesí,
sobre el akelarre. Me dicen que desde que se democratizó la belleza, las
mujeres se muestran sin cautela y advirtiéndonos de que no las tenemos por qué
tocar. Que el que nos enseñen a mirarlas sin agredirlas es un imperativo
democrático. Que no nos engañemos, que ni ellas, ni nada, ni nadie, son lo que
se cuenta que vemos, que lo que se cuenta es el solo reflejo de nuestro ojo, y
que nuestras miradas... Nos delata lo que miramos, no lo que vemos.
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