Cuesta avanzar. Personas
indigentes piden. Aun sin acceder, correspondo, al menos con un saludo.
Personas se soliviantan porque les piden. Aquella, crecida ante la mendiga, me
asaltó exaltada haciendo gestos de que no había derecho y diciéndome acusadoramente
“dígales a sus amigos del ayuntamiento”. Los hay para todo, he dejado de
frecuentar más de un establecimiento por barruntar en sus propietarios comportamientos
de evidente repugnancia a la gente pobre.
Procuro evitar, también,
otros lugares. Evito espacios con algún problema público pendiente de solución,
siempre pululan por ellos personas que entienden que sigo en cometidos públicos
y a la menor exigen responsabilidades o piden que “hagas algo”. Mis obligaciones
personales impiden que evite, algo que deseo vivamente, circular por las
proximidades de la Plaza de Gipuzkoa en épocas navideñas, convencido de que
cualquier paso mío por el belén provoca. La gente refunfuña a volumen sobre los
charcos y el mal estado del suelo, mira de soslayo y hace la inevitable mención
a la falta de vigilancia de la ciudad y a la gamberrada.
Tener que dar explicaciones
porque no soy ni San José, ni Herodes, ni Izagirre, con todo, es menos
desagradable que contemplar esos carteles del supermercado interpuestos entre
la fauna de figuras del belén. Una cosa es entender que la dudosa función
pública de una idea religiosa merezca todo el espacio de una plaza, y otra, que
un supermercado invada de forma tan cutre y ordinaria el infantil, tradicional
y tópicamente tierno espectáculo. Se puede patrocinar lo mismo, pero con decoro
y elegancia.
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